A nadie le gusta envejecer. Cuando somos niñas deseamos hacernos mayores cuanto antes. Mayores, pero no viejas.
Tenemos prisa en crecer porque desde la ingenuidad más absoluta, creemos que ser adultas nos va a dar la libertad de hacer lo que queramos, de cumplir los sueños que solo de niñas somos capaces de imaginar. El libro acaba de empezar y la emoción ante la expectativa de lo que está por llegar hace que los años de la infancia y la adolescencia transcurran con extrema lentitud.
Después nos vamos haciendo mayores de verdad y toca vivir. Algunos proyectos se van poniendo en marcha, otros se van quedando por el camino o simplemente cambian. La vida empieza a ir muy deprisa y los años se suceden como las cuentas de un ábaco.
Estudiamos, encontramos un trabajo más o menos acorde con lo que habíamos planeado, vivimos historias de amor con más o menos éxito, nos casamos con más o menos fortuna, decidimos no tener hijos o no tenemos hijos, o si tenemos hijos, los cuidamos, los vemos crecer… tal vez nos divorciamos… y un día, de pronto, nos damos cuenta de que nos hemos plantado en los cincuenta y ya vamos por más de la mitad del libro de nuestra vida, sin haber hecho ni una décima parte de todo aquello que habíamos planeado.
Descubrimos que aquello de hacernos mayores tiene más bien pocos alicientes. Hay a priori mucho más de pérdida que de ganancias, un mal negocio en cualquier caso.
Llegar a los cincuenta nos coloca en la juventud de la madurez. Es haber llegado a una cima a partir de la cual hay que empezar a bajar con cuidado. Supone un punto de inflexión que puede llevarnos a vivir una crisis en la que se desatan miedos que antes no nos preocupaban porque los sentíamos lejanos y ajenos a nosotras.
El temor a la enfermedad y a los achaques, el proceso de cambio brutal en todos los aspectos que supone la menopausia, el cambio físico que va de la mano de las hormonas revolucionadas, y por si fuera poco el deterioro del aspecto físico; de la belleza que tenemos asociada a la juventud.
Vivimos danzando alrededor de una hoguera de vanidades, en la que pesa mucho nuestra apariencia exterior. Las redes sociales tan presentes en nuestro día a día nos muestran un escaparate en el que se nos obliga a ser perfectamente jóvenes.
Triunfan los filtros de belleza que nos estiran la piel para dejarla como un lienzo sin mácula, nos agrandan los ojos, la boca, el pecho, las nalgas. Nos convertimos en esclavas de imágenes retocadas que ponen en evidencia lo imperfectas que somos al natural, llevándonos a cuestionar si deberíamos pasar por quirófano para estirar por aquí, poner y quitar por allá.
La esclavitud de tener que envejecer sin que se nos note es una tarea devastadora que termina por arrojarnos a una lucha sin cuartel con nosotras mismas. Nos convertimos en las críticas más implacables frente al espejo.
Nuestras abuelas y madres no vivieron con tanta desazón el hacerse mayores. Había un contravalor, una dignidad asociada al hecho de envejecer. Sin embargo, hoy en día parece que hacerse mayor es una derrota y luchamos por parecer eternas treintañeras, sabiendo que tenemos la batalla perdida de antemano porque envejecer es un proceso que se pone en marcha desde el primer día de vida. No hay filtro de Instagram que pueda evitar la realidad. Envejecer es el precio de vivir, y deberíamos de empezar a verlo como lo que es, un privilegio que por desgracia muchos no tienen.
Cambiar la mirada y abrazar el proceso. Descubrir la belleza de la edad que tenemos sin disfrazarla de juventud. Cuidarnos con mimo para estar sanas y sentirnos plenas y felices, retomar los planes y ponernos en acción, volvernos a ilusionar. Enamorarnos…
Tomar conciencia de que cincuenta años no es nada o lo es todo… para empezar a vivir.
Pilar Rodriguez.
Mujeres Maduras. Belleza. Bienestar mental.
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y también
Me ha encantado leerte. Muy cierto lo que dices.
conocí esta pagina por ti, y espero poder formar parte pronto de esta familia, abrazo Gra
@yogasohamgraciela